La consideración que las sociedades tradicionales han concedido a las mujeres otorgándoles la capacidad de sanar, pero también de dañar por medio de maleficios y ocultas recetas, jugó en numerosas ocasiones en su contra, ocasionándoles serios perjuicios. Imagen publicaba por La Ilustración Artística en su edición de 1884.
En este tiempo en el que celebramos el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, con la mirada puesta en la esperanza de que seamos capaces de configurar nuestras relaciones desde la igualdad, el respeto, la tolerancia y la fraternidad, una visión que, lamentablemente, tiene más de utopía que de certeza, traemos a la memoria la situación vivida en Totana en 1657 por Ginesa, liberta, de nación berberisca, acusada de hechicería con argumentos determinados por la ignorancia y el oscurantismo, pero, sobre todo, sirviéndose de la debilidad de una mujer que de niña había llegado a la villa desde África como esclava y que, a sus sesenta años, dedicada al servicio doméstico y al hilado, después de haber perdido a una hija, se veía privada de libertad, encerrada en la cárcel pública. Padecía esa situación por la presión e influencia de concretos vecinos que le culparon del fallecimiento del que había sido su dueño y de la hija del propietario de la vivienda que ocupó durante un tiempo. Este tipo de violencia al que se vieron sometidas numerosas mujeres por razones de su condición social, raza, procedencia… limitaron las iniciativas de muchas de ellas que, coartadas por diferentes prejuicios, se vieron obligadas a eclipsar sus potencialidades y sabiduría.
Comenzaban las supuestas sospechas contra Ginesa cuando el médico de la villa, tras atender a Francisca Sánchez, le dijo a Alonso, padre de la enferma, que su hija no respondía a medicamento alguno, con lo que pensaba que la dolencia era "cosa fuera de lo natural", por lo que convenía buscase remedio con rapidez, pues sentía que derivaba de "algunos maleficios". Aconsejados por varios vecinos, la familia recurrió a dos mujeres africanas residentes en Murcia. A los pocos días de esta intervención sanaba la tal Francisca.
Surgía entonces la especulación buscando explicación al hecho, responsabilizando a Ginesa, liberta berberisca, de ser la causante, pues se le tenía "por sospechosa en negocios de hechizos" y, además, era vecina de los afectados, aunque alegaba Ginesa no haber tenido con ellos "disgusto ninguno ni pesadumbre", sino que "vivió en paz y quietud el tiempo que fue vecina y recibió mucha merced". Sin embargo, no faltaron voces que aseguraban que la maléfica intervención la había urdido porque el padre de Francisca la despidió de la casa que le tenía alquilada por necesitarla para su uso, cayendo al poco la hija enferma. El resto de la trama, plagada de inconsistentes reprobaciones, fue creciendo por recelos de unos y animadversión de otros. Asimismo, se le atribuyó la autoría de la muerte de "su amo", Gonzalo de Cánovas, ocurrida catorce años atrás, como de otras acaecidas de modo extraño en la villa. Estos rumores fueron rebatidos por Ginesa, estando ya presa, contestando que el tal Gonzalo murió a consecuencia de "haber atravesado el río con agua turbia", como también confirmando su fidelidad a la fe católica y sus creencias en los dogmas de ella. Sirvieron para poco esos razonamientos, pues siguió encarcelada, sufriendo los inconvenientes del lugar a una edad avanzada, como lo era la suya. Pero, además, el fiscal ratificaba los cargos, calificándola de "berberisca y persona vil", "embustera y hechicera", apoyado en las embaucadoras palabras de las africanas que alimentaron los recelos hacia Ginesa.
En ese tiempo de tinieblas para Ginesa surgía una brisa de esperanza al posesionarse de su defensa Diego Ferrer Aranda, un versado vecino, crítico con la irracionalidad que acompañaba a sortilegios e intervenciones de esa naturaleza. Cuestionaba la validez de esas afirmaciones para encausarla en proceso alguno, pues sostenía que "los delitos de maleficio no tienen probabilidad", ni existían pruebas en los que fundamentarlos, mientras que eran vagas presunciones, basadas en supersticiones, "confusas y remotas de toda credulidad", considerando, además, que la intervención de las curanderas, oriundas de Murcia, en la sanación de Francisca Sánchez, fue todo engaño y mucho más sus denigrantes palabras. A favor de su tesis refiere que en los registros practicados en la casa de la acusada no se halló "cosa supersticiosa ni que pueda inferir al delito que se le imputa". Por otra parte, recoge el testimonio de varios vecinos que manifiestan que a la dicha Ginesa se le tenía "por persona de buena vida, opinión y fama, de loables costumbres, virtuosa y de ejemplar vida, de buena razón y entereza, que frecuenta ordinariamente los sacramentos y muy católica y observante de nuestra ley y que en ella cree firmemente y persona de tal calidad que de ella no se puede presumir use de supersticiones ni pacto con el demonio". Otros testigos expusieron que ayudaba a "algunas personas pobres vergonzantes y les socorría en sus necesidades… daba limosna para misas, haciendo bien por las ánimas del Purgatorio".
Estas razones reforzaron la defensa de Diego Ferrer que veía "grave injuria en imputarle semejantes delitos", pidiendo, por tanto, se le liberase de prisión, devolviéndole los escasos bienes que se le habían confiscado. Aunque la solidez y contundencia de sus razonamientos consiguieron sacarla de la cárcel, no la libraron del castigo de destierro, al que se le condenó durante cuatro años.
Al presente hemos superado ese tipo de censuras y menosprecios, pero seguimos discriminando y maltratando apoyados, en numerosas ocasiones, en obsesiones y superficialidades, dejándonos llevar por la arbitrariedad de lo subjetivo, de cegueras y terquedades, sin tener en cuenta las necesidades de la persona, sus angustias y sufrimientos.